Con precisión de alfarería, sus lágrimas tallaban el filo de su cara mientras arañaba el cielo desangrándose de estrellas. Sus pupilas, si bien no comprendían el paisaje desgarrador, no buscaban más que una letra perdida estrellándose en alguna constelación; porque era ella la que buscaba señales esta vez.
Había recorrido cada hebra del sol en los océanos, había leído toda nervadura de la primavera, había sucumbido a tantos vasos y había encontrado sólo vacíos. Fue entonces cuando se preguntó si era cierto que su corazón podía templarse sólo hasta cierta temperatura, si el frío de su alma era realmente su ser.
La voz del teléfono sonaba tan lejana pero cálida, de esa tibieza que tiene el corazón sincero. Sabía que iban a perderse, que se iban para no volver, que encontraría la A de su B y que no iba a mirar a atrás para verla, a ver a su vergüenza acurrucada en algún rincón. Entonces se preguntó sobre las banalidades del mundo moderno y de por qué se veía encadenada a este corazón tan pesado, mientras las lágrimas tallaban todavía su rostro, más rasgado que nunca.
Quizás en ese mismo momento fue cuando se le ocurrió inmortalizarlo. Iba a escribirlo de modo tal de que siempre una parte suya siga viva, siga perteneciéndole en esa vida paralela, donde nadie sabe, donde no es de nadie más que de ella, y donde siempre iba a poder encontrarlo: entonces lo escribió en una poesía.
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