Puede mentir, sabe abrir ventanas al maravilloso mundo artístico. Agarra un pincel y un bastidor y destapa universos paralelos. Se llama Juan, o así le digo yo cuando le digo. Quizás no tenga nombre, no sé si sus bigotes aceptan esa denominación. Pero lo interesante de este relato son sus palabras de boca de madre, cómo le inventa risas a las caras de la mañana cumpliendo su rol de buscador de vueltas.
En otro código es pez, en otro escritor, mirólogo y comentarista. Inventor. Abre los ojos y abre fotos. Recorre con cinco o diez dedos y crea paisajes ruinosos, como una nube gris parecida a la que se le esconde en la voz que se lo escucha por teléfono. Aunque casi siempre se guarda para sí, desapercibido y lento, pero no como un caracol blandengue y baboso. Juan es más como un fantasma de los días. Habla poco, se ríe menos, pero siempre parece que su charla no cesó (pueden pasar semanas) y que sonríe mucho más. ¿Qué tendrá encima para que todos lo inventen así? Algunos dicen que tiene el alma toda remendada con parches color rojo que lo asemejan a un bufón triste. Otros sostienen que guarda todo lo que siente en un frasquito de vidrio en la mesa de luz, y que todas las noches revisa y contempla cómo brillan todos sus secretos fluorescentes, y tiene miedo. Mucho miedo.
Lo conocí más de lejos que de cerca. Mis vanos intentos de atravesar barreras fueron quebrándome el corazón. Anoche decidimos que no le vamos a creer más y guardamos todo lo que dijimos en esos sobres sobrios. Juan puede mentir. Quizás ya sea todo su propio invento.
Lo conocí más de lejos que de cerca. Mis vanos intentos de atravesar barreras fueron quebrándome el corazón. Anoche decidimos que no le vamos a creer más y guardamos todo lo que dijimos en esos sobres sobrios. Juan puede mentir. Quizás ya sea todo su propio invento.
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