Eduardo:
Me detengo este día en la esquina donde me visitabas. El aire fresco parece renovar el oxígeno que perdimos cuando hablábamos en la oscuridad. Miro aquel árbol que se sonrojaba al principio del otoño y sonrío. Melancólicamente, me acomodo la sonrisa y la mirada al cielo pensando a cuál de todos los Nortes te habrá llevado ese tren.
Camino un poco más: se pasean frente a mí un desfile de recuerdos. Ya no te duele más el alma, querido, ya no necesitás decirme que me amás. Ya no llamás y sé que tampoco responderás esta carta. Es agridulce aquel pensar, me regocijo en la nueva vida que engendrás desde lo más hondo de tu ser, pero es inevitable saber que la parte más honorable de mí, si es que alguna vez existió, ha muerto con tu partida.
No voy a negarte que algunas noches me muerde la soledad los brazos vacíos, que acuden desesperados al cajón prohibido donde guardo un espejito nuestro de lo que alguna vez fuimos. Anoche soñé con tus dientes, y sin creerme Berenice, me contuve para no ir a robártelos: pues bien, tampoco voy a negarte que planeé hace unos días irme también a tu Norte. Tranquilo, sé que no es fácil llegar y hoy por hoy la familia me ata a esta casa; pero confío que un día yo tendré también el mío.
¡Qué vacío abismal, cielo lejano! Nadie me pertenece, a nadie pertenezo. Me convertí en una paria de cualquier placer o elíxir. No he hecho más que errar como un contorno hace ya 11 largas Lunas que jamás han llegado a llenarse. Carezco de cualquier corazón, incluso del mío, porque te lo llevaste en ese tren, Eduardo. Por favor, si tenés la suerte o la desgracia de leer estas palabras, te pido que en cuanto te liberen las fronteras, me devuelvas mi tiempo. No sabés cuánto extraño mi calma.
Me detengo este día en la esquina donde me visitabas. El aire fresco parece renovar el oxígeno que perdimos cuando hablábamos en la oscuridad. Miro aquel árbol que se sonrojaba al principio del otoño y sonrío. Melancólicamente, me acomodo la sonrisa y la mirada al cielo pensando a cuál de todos los Nortes te habrá llevado ese tren.
Camino un poco más: se pasean frente a mí un desfile de recuerdos. Ya no te duele más el alma, querido, ya no necesitás decirme que me amás. Ya no llamás y sé que tampoco responderás esta carta. Es agridulce aquel pensar, me regocijo en la nueva vida que engendrás desde lo más hondo de tu ser, pero es inevitable saber que la parte más honorable de mí, si es que alguna vez existió, ha muerto con tu partida.
No voy a negarte que algunas noches me muerde la soledad los brazos vacíos, que acuden desesperados al cajón prohibido donde guardo un espejito nuestro de lo que alguna vez fuimos. Anoche soñé con tus dientes, y sin creerme Berenice, me contuve para no ir a robártelos: pues bien, tampoco voy a negarte que planeé hace unos días irme también a tu Norte. Tranquilo, sé que no es fácil llegar y hoy por hoy la familia me ata a esta casa; pero confío que un día yo tendré también el mío.
¡Qué vacío abismal, cielo lejano! Nadie me pertenece, a nadie pertenezo. Me convertí en una paria de cualquier placer o elíxir. No he hecho más que errar como un contorno hace ya 11 largas Lunas que jamás han llegado a llenarse. Carezco de cualquier corazón, incluso del mío, porque te lo llevaste en ese tren, Eduardo. Por favor, si tenés la suerte o la desgracia de leer estas palabras, te pido que en cuanto te liberen las fronteras, me devuelvas mi tiempo. No sabés cuánto extraño mi calma.
tu Muriel
28/2/1967
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