viernes, 30 de diciembre de 2011

Eva

La señora Eva, mujer que acumulaba tanta sapiencia que hasta la avejentaba, repasaba unas cartas de otras épocas que habían dormido en su cajón. Las contempló largo rato: una por una se iban apilando al lado de la lata de duraznos vacía y del encendedor. La ocasión ameritaba unos cigarrillos parisiennes y lo que quedaba de la botella de whisky que había comprado una semana atrás.
Las chispitas sonaban y se reflejaban en las pupilas de Eva. Las lenguas de fuego no tardaron en empezar a degustar el papel tipo batik, amenazando con desbordar al pobre recipiente en proceso de ser chamuscado. La tipografía iba derritiéndose mientras la combustión lamía todos los bordes de las J, las G y de las P. Un humito gris jugaba a volarse hacia la izquierda de la habitación.
Eva sonreía con cierta amargura, pero sonreía al fin. Encendió unos cuantos sahumerios que le recordaron el perfume de esa casa, por lo que el momento ganaba aún más misticismo; levantó del piso ese libro de Dolina y terminó de leerlo mientras, entre capítulo y capítulo, le agregaba a la pequeña fogata algo más de qué alimentarse.
Finalmente, cuando el libro puso el punto final de los finales y no le siguieron dos puntos suspensivos, la mujer se recostó en el sillón y se acomodó los lentes hacia arriba. Posteriormente, levantó una ceja y con mirada desafiante, le sostuvo la lengua con todas las palabras y soltó la victoria final, como si se tratase de jugar a un juego guerra, el placer que toda Eva aprendió a lograr durante tantos años:
- Él se lo pierde.

Aplausos para Eva, la pirómana que todo ser humano lleva dentro.

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