"Un sonido repetitivo, prolijo y casi como crónico se producía cuando caminaba. Tap, tap, tap. Sentí un suspiro sobre mis hombros como una ráfaga húmeda que me estremeció de una forma particular. Estaba bordeando el parque mientras admiraba fervientemente el pasto recién cortado que teñía de un color verde claro los rayos del sol primaveral, que ya amagaban a veraniegos. Trepé con esfuerzo los diez escalones de la entrada y busqué diferentes figuras en las ramas y hojas incipientes de los árboles sobre mi cabeza. Como de costumbre, me perdía en un paseo breve que combinaba el sabor de la infancia y diez minutos de paz de la vida adulta. Más de una vez hubiera deseado poder llevarme una parte de esa plaza adentro mío, un lugar donde recordarme quién había sido y quién quería ser.
Pero no todo era pacífico en esta caminata. Podría decir que a cada paso que daba se correspondía un tap, por lo que me vi obligada a revisar las suelas de mis zapatos sucesivas veces, con esperanza de encontrar una tachuelita inoportuna incrustándose en la madera. Aquel día no le di importancia y disimulé frente a mis amigos y conocidos, pero en cuanto noté que con todos mis zapatos podía oír y sentir ese tap, tap, tap empecé a gestar dentro mío un nerviosismo casi monstruoso. ¿De dónde podría provenir tal melodía siniestra?
Los días eran realmente eternos, y la ingesta de Coca Cola de las últimas setenta y dos horas combinada con una buena dosis de estrés podía mantenerme despierta durante una semana entera. Empecé a elaborar diferentes hipótesis que aceptaban desde un repentino brote psicótico hasta envenenamiento por el desodorante para pies. Durante cuatro días enteros reconstruí todos los hechos de los últimos cuatro meses, detalle por detalle. Hasta incluí los varios cortes de pelo, puesto que cualquier mínimo acto podía ser la causa de tal terrible y ya desesperante sonido. Habían sido días de ausencias propias: en cada hecho que remarcaba de mi agenda podía descubrir lo tan ajena que permanecía mi psiquis de mi cuerpo. Probablemente me había mecanizado tanto que me había convertido en un robot, y ese tap, tap, tap no era más que un tornillo suelto dentro de mi talón.
No tenía sentido tener un tornillo dentro de mi talón. Sin embargo, le insistí a un traumatólogo para que me recetara una buena cantidad de estudios que detectaran tornillos en el cuerpo. En la sala de espera del radiólogo sonaba una canción de la cual no podía ubicar el álbum, ni el año, ni el intérprete principal. Conocía el nombre del grupo y el ritmo, pero hubiera sido inútil memorizar la tapa del disco cuando lo más relevante de la música es transmitir una sensación. Moví los dedos y el tobillo de cascabel al ritmo que escuchaba, casi inconscientemente, tanto que no noté que el tap, tap, tap había desaparecido por completo en cuanto llamaron a mi turno. El radiólogo frunció el ceño frente a mi precario diagnóstico y prosiguió con su trabajo. Una vez en la calle, no podía creer que el ruido articular hubiera desaparecido. La situación ameritó un helado a modo de festejo.
Pero la única verdad, finalmente, era que no había podido develar el verdadero origen de mi dolencia, y que en parte ya la estaba extrañando a días de su ausencia. No sabía si era el sonido de pisar a mi sombra, pero era un dolor dulce. Al fin y al cabo, ¿Quién querría vivir sin sombra? No podía arriesgarme a haberla perdido para siempre, por lo que me vi obligada a retomar mis investigaciones. Entonces recordé...
Venían a mi mente un montón de palabras en francés a modo de lluvia. Aparecieron también un brazo flotante, una boca sin dueño, una zapatilla carente de compañera y un ramo de flores fantasma. También sonaba esa canción del consultorio, pero distorsionada y casi irreconocible. Inmediatamente reapareció aquel tap, tap, tap en mi cerebro, repitiéndose en una frecuencia que no había conocido. Me encontré a mí corriendo en el parque entre todos esos taps desordenados, corriendo de un desencuentro. Una actitud lo suficientemente comprensible: nadie quisiera encontrarse jamás con un desencuentro, de esos que andan siempre despeinados, que esperan del otro lado de la calle y se equivocan de horarios.
Con la mirada fija en el suelo, fui poco a poco ascendiéndola y reacomodando las piezas sueltas que había encontrado antes en mi cabeza. Frente a mí se formaba un rompecabezas de una perfección envidiable. Pero la figura magnífica tenía ojos tristes y cejas arqueadas, puesto que no estaba realmente satisfecho con la posición de todas sus fichas. No tardé mucho en enamorarme de él y de sus piezas defectuosas que iban mutando y convirtiéndose en perfectas. Incluso mis manos empezaron a fragmentarse en formas de puzzle, y pronto todo mi cuerpo también era como un juego de mesa que había que desarmarlo y armarlo de nuevo, renovar piezas y corregir las dañadas, entre otras actividades.
Mi hipótesis y sospecha más fuerte al día de hoy, tanto tiempo después, es que él tiene escondidas esas fichas que me sueltan los tornillos del tobillo. Oportunidades no faltaron para el oportuno robo, entre tanto desarmarse, derrumbarse, crearse, creerse uno arriba del otro. Él bien podría haber aprovechado cualquier oportunidad para quedarse con mi parte de atrás de las costillas izquierdas; falla que explicaría perfectamente el tap, tap, tap del tren inferior.
Lamentablemente, hace semanas que no he vuelto a verlo. Seguramente el ladrón se haya dado a la fuga en cuanto le comenté mi desperfecto técnico que tanto me ensimismaba. Me cuesta imaginarlo llevándose impunemente la mejor parte de mí en una jugarreta sucia. Pero me tiene sin cuidado."- Se echó a reír cuando culminó su relato, mientas sostenía con su mano izquierda tres fichas de cartón rojo barnizado en forma de corazón, en el bolsillo de su vestido de rompecabezas.
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