La vida, en realidad, es un conjunto de hechos tan inadmisibles como el de que nadie jamás me haya regalado un disco de Piazzolla. Por suerte tengo todos los tabiques comprados para este tsunami próximo. Quiero decir, que tengo el medidor ajustado para mantenerme a mi altura humana y no caer tan bajo como usted.
Un disco de Piazzolla hubiera sido encapsular un pedacito de éter y alcanzármelo a mis oídos para el resto de mi existencia. Claro que usted siempre prefirió los regalos más sencillos, esos que regala todo el mundo y son incuestionables pero inútiles al corazón. Recuerdo el otoño en el que había decidido obsequiarme sólo infortunios. Los elegía minuciosamente en algún negocio de la calle Corrientes y luego le pedía al vendedor que no lo envolviera porque usted disfrutaba hacerlo en su casa. Los decoraba con moños y lágrimas en un papel celofán rojo o negro, y a su entrega nunca faltaba una flor agusanada.
El proceso de transporte era definible e idéntico. Usted llegaba a mi puerta con el sombrero lleno de telarañas, el sobretodo remendado con papel de diario y con la sonrisa acarbonada me ofrecía la bufanda rayada que se le acababa de caer en un charco. Luego del tradicional sí y mi expresión de desagrado, desembolsaba usted con su mano derecha enguantada y mugrienta a la desgracia aggiornada y me invitaba a conservarla para siempre en mi vida. "La de hoy podrá acompañarla por las mañanas, señorita" exclamaba su boca carroñera con una voz cínica.
El tiempo.
Anoche la luna me observó de costado, sólo el bordecito derecho de su ojo asomaba como amagando a cerrarse y desaparecer para siempre. Su mirada era tan melancólica, que me hizo sentir pequeña e inútil frente a la inconmensurabilidad del universo. Me hizo acordar a sus telarañas, sus regalos trágicos y su historia de vagabundo: la miseria de una existencia errante que dejó de mí sólo un recuerdo gris y empolvado de odio para usted. Piazzolla me dio un guiño de tango y Cortázar me prestó sus cuentos. No me sentí triste.
Un disco de Piazzolla hubiera sido encapsular un pedacito de éter y alcanzármelo a mis oídos para el resto de mi existencia. Claro que usted siempre prefirió los regalos más sencillos, esos que regala todo el mundo y son incuestionables pero inútiles al corazón. Recuerdo el otoño en el que había decidido obsequiarme sólo infortunios. Los elegía minuciosamente en algún negocio de la calle Corrientes y luego le pedía al vendedor que no lo envolviera porque usted disfrutaba hacerlo en su casa. Los decoraba con moños y lágrimas en un papel celofán rojo o negro, y a su entrega nunca faltaba una flor agusanada.
El proceso de transporte era definible e idéntico. Usted llegaba a mi puerta con el sombrero lleno de telarañas, el sobretodo remendado con papel de diario y con la sonrisa acarbonada me ofrecía la bufanda rayada que se le acababa de caer en un charco. Luego del tradicional sí y mi expresión de desagrado, desembolsaba usted con su mano derecha enguantada y mugrienta a la desgracia aggiornada y me invitaba a conservarla para siempre en mi vida. "La de hoy podrá acompañarla por las mañanas, señorita" exclamaba su boca carroñera con una voz cínica.
El tiempo.
Anoche la luna me observó de costado, sólo el bordecito derecho de su ojo asomaba como amagando a cerrarse y desaparecer para siempre. Su mirada era tan melancólica, que me hizo sentir pequeña e inútil frente a la inconmensurabilidad del universo. Me hizo acordar a sus telarañas, sus regalos trágicos y su historia de vagabundo: la miseria de una existencia errante que dejó de mí sólo un recuerdo gris y empolvado de odio para usted. Piazzolla me dio un guiño de tango y Cortázar me prestó sus cuentos. No me sentí triste.
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