martes, 6 de septiembre de 2011

66. lunes antes

Emilio:

Es notable que no tuviste la oportunidad de encontrar mi nota o la voluntad de escribirme. Tu ausencia de sentimiento realmente me agota... ¿Por qué, amor?, ¿Por qué irte así? No siento mejora en mis laceraciones internas. Sólo sé que hoy te vas igual que la otra vez, caminás adelante mío y no vas siquiera a fingir mirar atrás.
Pareciera que fue ayer cuando me despediste de esos ojos de canicas anaranjadas, de las caricias de esas manos de gerberas, de los dientes que abrigan esa prodigiosa lengua. Hoy me siento débil, me desintegro y soy una partícula que hasta podrías llegar a respirarme: no tengo el valor para decirte que nunca más.
Es cierto que hoy existo sólo como medio cuerpo, verás, la ausencia de corazón me tiene así de perdida. Estoy tan frágil que lo único que realmente apetece mi vida es la introspección en los sueños que genero en mis jornadas de dormir, que son todos los días. Predicaste de mí a una mujer fuerte que se deshizo en tu ácido hace años ya, pues no queda ni un lunar de ella. Los infiernos son hoy mi único hogar, los que conociste y de los que te escondía. Esta tarde es pura desesperación de buscarte en nuestros itinerarios de siempre, arañar las paredes por no encontrarte y saberte otro que ya no me pertenece; como un extraño.
Porque sospecho tu partida, quiero agradecerte todo lo que me enseñaste, tus manos atravezeron mi esternón y acurrucaron a mi corazón entre ellas. Fuiste calor de invierno, el viento del verano, la luz en la oscuridad, que sos mi tiempo. Entiendo tu silencio, corazón, entiendo que es nuestro triste final aunque yo no quiera creerlo. Nunca voy a creerlo: siquiera el final de mi propia vida significaría el funeral del amor que nos encontró.
Pronto dejaré estas cartas estúpidas, que ya carecen de sentido. Dejarás de reanimar nuestros cadavéricos recuerdos y emprenderás ese viaje al Norte del que tanto me habías hablado. Vas a estar lejos de mí, tan lejos que hasta quizás nos olvidemos el uno del otro o seamos esa figura borrosa del horizonte que ya no significa nada. Moriré, querido mío: sólo con mi muerte vas a poder ser libre. Ya inicié el proceso, nada importa más que esa sonrisa de ratón que tanto me encantaba.
Quizás estemos a tiempo de evitar tu visita al cementerio. Quizás ni siquiera esto esté ocurriendo y sea sólo un juego de dos tontos enamorados que fingen un falso final. Tal vez la realidad sea esa de sentirte cerca a pesar del tiempo, del Norte, del viento, de la tierra en los ojos. O será la locura que me envenena de a poco y que me deja sentir tus abrazos y abrazarte invisiblemente, acompañarte hasta el trabajo y charlar de la jornada a la noche mientras tomamos el té en la cama. A veces cuando me peino en el espejo, puedo sentirte cerca o dibujar alguna expresión tuya en el reflejo. Recuerdo ahora la alegría que desatabas cuando me abrazabas la paz en la mañana.
Tengo este estúpido corazón que no comprende. Por momentos no puedo evitar la sensación de autodestrucción inmediata, la fuerza que me lleva a pasearme por la cornisa de la terraza que me seduce con la dulce muerte. Donde estés te lamentarás y apenarás por este sensible cuerpo, carente de cualquier lógica, inmundo e inmerso en tanta locura. Estúpido corazón, estúpida yo, que no pude evitar la visita al cementerio. No te preocupes, amor, yo seguiré escribiéndote y amándote siempre. Aunque hoy sean tres siglos y dos meses que estas cartas residen sólo sobre tu lápida.

Tuya,


Julia
13/8/1989

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