miércoles, 30 de noviembre de 2011

la medida de mi tiempo

Con un místico terror contemplaba su movimiento. Alguna vez había escuchado nombrar esa sensación como "temor de Dios", pero jamás se me hubiera ocurrido aplicar un término tan trillado para ese momento que encarnaba casi a la perfecta inconsciencia. Ahí estábamos los dos: uno miraba a regañadientes, el otro casi no tenía ojos: dos agujeros negros improvisaban los rasgos humanos de los que carecía. Después de tantos meses inmóvil, toda su piel de cemento padecía una repentina convulsión que retorcía a la silueta con espasmos torpes y bruscos. Y el temor de Dios en los ojos del único que miraba, yo.
La posición original de la efigie era frente a una de las cuatro paredes de mi cuarto. Entre esperanza y odio aguardaba el amanecer de mi acompañante con paciencia. La revolución, podría jurar, empezó con una leve vibración del hombro izquierdo unos días atrás. El temblor fue propagándose casi imperceptiblemente hasta el terrible día de la delación. La metamorfosis tuvo una última faceta bastante rápida: su espalda se deformó y se cubrió de espinas de puercoespín de más de medio metro, sus puños eran hierro afilado y sus cuencas oculares despedían una niebla gris y pestilente.
No tuve tiempo de redimirme frente a la tempestad que se desataba en mis únicas cuatro paredes. Me deparaba un fin inminente en cuanto dirigiera la mirada a sus ojos que se gestaban de un color rojizo a medida que se acercaba a mi rostro. El fruto de mis creaciones era ni más ni menos que mi vida entera, una vida frágil. Mi impotencia era comparable al insecto al que habían dado vuelta, con su abdómen indefenso y patas inútiles que se agitaban como una plegaria al Dios ausente. En el único y último instante de mí, cuando su cara pedrusca tocó finalmente la mía, aprendí el poder vital de destrucción y construcción.

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