jueves, 23 de septiembre de 2010

de mi universo

La ciudad era gris esa tarde, grises como la gama de los colosos que rodean a la multitud, balanceándose sus vértices que apuntan ya no al cielo sino al suelo, amenazando con caer y hundir sus filosos escombros junto con los transeúntes, escombros humanos. Quienes pasaban arrastraban bloques de cemento en lugar de pies, desapercibidos cual mendigos de ilusión, paseaban ojos vacíos que se entorpecían por las calles, esquivándose miradas de mentes inconexas y corazones evaporados de sangre, casi acartonados tras heridas de algún pasado, mientras las horas licuadas en partículas microscópicas pretendían escurrirse como la lluvia de ayer en el árido reloj. El aire aplastaba los hombros y creaba un ligero decaimiento en las comisuras y los párpados, húmedos del cansancio de la larga jornada a pesar de sus labios cortados de sed de esencia de vida, mientras que su lengua inútil se engrudaba por una sustancia cremosa en la boca. Se encontraban, sin embargo, tan apresurados por llegar a alguna parte, que esta suerte de espectros ambulantes, pesados y lentos, no parecieron notar que mientras su carne se aplastaba, lentamente el cielo empezaba a desangrarse en la espesura noctámbula.
La noche recayó en Buenos Aires cual telón que finaliza la escena de teatro. Soporosa por el vaho de las nubes que bajaban de la atmósfera, se fue esparciendo su color añil hasta cubrir cada rincón de la ciudad que ahora era un gris más ameno, pero aún melancólico. El anochecer porteño nunca fue predilecto por aquellos sonrientes señores trajeados, o quienes aparentan serlo. La oscuridad que propician estas horas del día son las preferidas para los seres azules, de corazón cobarde y con miradas de añoranza y pena. Son ellos los que hacen de sus lágrimas la estela matutina que las ánimas primeras ignoran hasta desvanecerse al sol, son ellos quienes hacen que la negrura nocturna sea realmente mágica. Dentro de las construcciones, magníficas y decadentes de un progreso que nunca fue, los cuerpos descansan sus quebrados huesos, preparándolos para su acechante monotonía del después. Muchos temen de escapar, rutina o morir, creyeron alguna vez.
Inútil sería negar que yo no formo parte de esa masa pálida de esperanzas, de características dramáticas, alguien más que construye lógicamente una cultura, un brío de progresos. La única opción posible a existir, es no siendo. Sin embargo, había algo más detrás de la angustia universal que forzaba a las vidas a un borde doloroso, y yo lo encontré accidentalmente. Quizás iba arrastrando mi cuerpo por esas veredas de color gris cuando logré subir la vista y verla. Siempre había estado ahí, y nunca jamás nadie la había notado; ella, radiante, estática y eterna reina de los seres. Yacía altiva, entre las estrellas más brillantes, el símbolo primero que logró darle sentido y alivianar el alma, que ahora recorría cada arteria en mi cuerpo, llenando de sangre cada célula de mí y sonrojándome las mejillas con sonrisas de promesas y sueños de papel.
Así fue como entendí mi totalidad de universo, como logré alcanzar en mis manos aquello único y absoluto de mi efímera presencia, lo único eterno. Así terminó mi muerte: empecé a vivir cuando descubrí que en el reflejo de tus ojos, habían rayos de Luna.

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