Hoy conocí Paseo La Plaza.
Por un momento creí que tomarme el colectivo e ir hasta el centro con compañía exclusiva de mi sombra era producto de algún brote psicótico o que finalmente había decidido intoxicarme con cianuro en Coca Cola. En realidad, estaba nerviosa, ese lugar tenía un extraño poder magnético de repulsión mientras me acercaba a la puerta; pero cuando entré no quería irme. Había quebrado la barrera invisible que siempre me hacía retroceder media cuadra antes, y había esquivado -ya dos veces- al promotor de degustación de papas fritas.
Apenas arrastré mis pies dos metros sobre aquellos adoquines ya me resultaba un lugar amigable, aunque las articulaciones se inmovilizaban a cada paso y el mismo miedo me hacía un nudo en el estómago. Estaba sola, sí, y mi única intención primera había sido comprarme un libro mientras caminaba despistada por Corrientes; nada parecido a aparecerme en aquél sitio desconocido y cargado de ondas melancólicas.
Lo recorrí, anduve por sus caminitos estrechos, espié sus vidrieras y sus cafés de turistas y de oficinados; aunque no me animé a sentarme más que en uno de sus bancos de madera entre las plantas de decoración, agobiada por los 20º de sensación térmica y la fiebre.
Sin embargo, algo me inquietaba.
Durante un momento te pensé, cuál de todos esos bancos sería tu preferido. Te visualicé en mi mente, sonreí sobre tu sonrisa, pero de repente ya no estabas más. Se habían desaparecido tus pecas, tus ojos, tu pelo negro, quizás tu remera azul, tus jeans y las zapatillas rojas.
Quizás haya ido hasta ahí buscando tu fantasma, y sí que lo encontré; incluso descubrí por qué ése es tu lugar en el mundo.
Que bonito. Me produce esa sensación al leerlo, tal vez debería ser un poco de melancolía pero es bonita la manera en que lo describiste.
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